Desde una edad temprana, te enseñan que la calidad de una decisión es el resultado de la cantidad de la información (de calidad ni hablamos) y el tiempo dedicado a deliberar sobre ella1. Mal encaje tiene en este pretexto el instinto y la intuición, lo cual arrastras hasta tu vida adulta. Existen diferentes interpretaciones de los que es el instinto2, desde la darwuiniana de supervivencia y perpetuación de la especie, heredado e innato, o la freudiana, que habla de la tensión que provoca una necesidad; la maslowiana, basada en términos de deseo y motivación, hasta la weisingeriana (Hendrie Weisinger3) que reformula el término y aboga por reencontrarse con los instintos para mejorar cualquier aspecto de la vida, pues afirma que las personas triunfadoras son precisamente aquellas que más se apoyan en sus instintos. Al margen del interesante debate, en aras de la simplificación y dado que creo que el contexto lo posibilita, permíteme la licencia de entremezclar desordenadamente los distintos conceptos como son “instinto”, “intuición” o “voz interior”, incluso “heurística”, para, independientemente de la naturaleza innata o fundada en la experiencia, hacer referencia a lo mismo: cierto modo de conocer o actuar basado en sentimientos, sensaciones y motivaciones al margen del análisis en frío.
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