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Cuenta el mito que Pigmalión, rey de Chipre, buscaba incesantemente una mujer con la que casarse, pero no encontraba la adecuada. Ninguna alcanzaba la belleza deseada. Su condición: debía ser la mujer perfecta. Frustrado, para compensar la ausencia, el monarca se convirtió en maestro en el arte de crear preciosas esculturas. Erigió en marfil a la mujer ideal: Galatea (también objeto de deseo de Polifemo, pero eso es, literalmente, otra historia). Tan hermosa era que el rey acabó enamorándose de ella. Rezó para que los dioses le concedieran una mujer igual a la esculpida. Pigmalión soñó que Galatea cobraba vida. Le pareció que el marfil se ablandaba y emitía calor. La diosa Afrodita, conmovida por el deseo del rey e impresionada por el amor que le tenía, dio vida a la estatua, Galatea, desde entonces, su deseada amante y compañera.
El Efecto Pigmalión, también llamado de Profecía Autocumplida (que se autorrealiza) o Efecto Rosenthal1, nace como proyecto de investigación entre el psicólogo y profesor de Harvard Robert Rosenthal y la psicóloga Leonore Jacobson, directora de escuela2. En el año 1968, se realizó un test de inteligencia a un grupo de alumnos de primaria. A su vez, informaron a los profesores de que la prueba predecía la capacidad intelectual de los niños. Seleccionaron al azar una muestra del 20% de los alumnos de cada clase, los cuales constituirían el grupo experimental. Se advirtió a los profesores que muy probablemente estos alumnos serían los que mejor nota obtendrían a lo largo del curso, pues disponían de cualidades que anticipaban un potencial de progreso importante. Sobre el resto del alumnado, el grupo de control, no se dio información de interés.
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